Que el capital natural es un activo estratégico capaz de marcar la diferencia entre las compañías que lideran y las que se quedan atrás es un hecho cada vez más evidente. Ya no se trata de preguntarnos cuántos miles de millones dependen de la biodiversidad —porque esa realidad está más que demostrada—, sino de entender cómo las empresas pueden integrar este activo en sus estrategias para transformarlo en una auténtica ventaja competitiva.
El enfoque es claro: aquellas organizaciones que apuesten por la sostenibilidad empresarial y la protección de los ecosistemas no solo incrementarán sus indicadores ambientales, sino que también accederán a mejores condiciones de financiación, resultarán más atractivas para consumidores cada vez más conscientes y estarán mejor preparadas para afrontar los desafíos derivados de la crisis climática. En sectores como la alimentación y la agricultura ya se perciben estos beneficios, por ejemplo, en proyectos de agricultura regenerativa, donde algunas compañías reducen de forma significativa sus costes en fertilizantes y agua, al mismo tiempo que refuerzan la resiliencia de sus cadenas de suministro.
A esta tendencia se suma el cambio regulatorio, a través de normativas como la CSRD, la Taxonomía Verde o el marco TNFD, que exigen a las organizaciones a medir y reportar sus impactos sobre la naturaleza. En la práctica, esto significa que las empresas que mejor demuestren cómo gestionan y protegen sus recursos naturales tendrán ventajas competitivas directas, desde un acceso más sencillo a financiación hasta una posición más favorable en la atracción de talento y en la adjudicación de contratos públicos y privados. La naturaleza, en definitiva, se ha convertido en un nuevo filtro de competitividad.
Los datos respaldan además la rentabilidad sostenible de esta corriente. Según la Comisión Europea, cada euro invertido en restauración de ecosistemas puede generar entre 8 y 38 euros en valor económico. Esta capacidad de multiplicar retornos sitúa al capital natural entre los activos más rentables, aunque menos visibles, de la economía global. Por el contrario, la inacción acarrea costes crecientes: las pérdidas ocasionadas por sequías, incendios o la degradación de suelos y ecosistemas ya se cuentan por miles de millones en sectores estratégicos como la agricultura, el turismo o la energía.
Lo que emerge es un auténtico cambio de paradigma empresarial. La competitividad en los próximos años no dependerá únicamente de la innovación tecnológica o de la eficiencia financiera, sino también de la capacidad de preservar y gestionar el capital natural. Quienes logren convertir a la naturaleza en un aliado estratégico no solo cumplirán con las exigencias regulatorias o reputacionales, sino que estarán construyendo las bases de un liderazgo sólido, resiliente y sostenible de cara a los próximos años.